En el corazón de las tinieblas

 

 

 

Trencant el que és norma en aquest blog, reprodueixo avui un article del meu fill Albert, que es dedica professionalment al periodisme gastronòmic, i que crec que pot ser d’interés general. Espero que us agradi i que envieu molts comentaris. Forma part d´una sèrie titulada “Reflexiones de un gastrónomo angustiado” a la que us podeu subscriure si us interessa.

En el corazón de las tinieblas

Michael Pollan -un tipo al que admiro desde que leí su El dilema del omnívoro– tiene escrito algo que dice que comamos toda la comida basura que queramos, siempre que la hayamos preparado nosotros mismos. O sea que si quieres comer una hamburguesa, pollo frito o una pizza, por poner los tres ejemplos más habituales de lo que entra en la categoría de comida chatarra, no hay problema. Ves al mercado o a la tienda, compra los ingredientes necesarios y cocina tu propia cheesburger, tus propios nuggets o alitas de pollo, o tu propia pizza con doble de queso. Si encima te aseguras de que los ingredientes sean de calidad y producidos de una manera lo más justa posible, el resultado será un win win de manual, porque, por un lado, estarás dándole alegría a tu cuerpo Macarena y, del otro, estarás dando por saco a estas multinacionales del crimen que son las grandes cadenas de comida rápida.

Porque es una obviedad decir que no hay nada malo en comer hamburguesa chorreante de lo que se quiera, pollo frito o pizza. Por mucho que legiones de dietistas nutricionistas nos intenten convencer de lo contrario, ese nunca ha sido el problema o no debería serlo, y supongo que no hace falta añadir que, claro, siempre que no sea cada día. Lo que sí debería ser dogma de fe es que no deberíamos comer jamás nada que no hayamos cocinado nosotros mismos o alguien con capacidades más allá de usar una freidora con la suficiente competencia como para no quemarse, ni incendiar el local, además de estar en posesión del -creo- obligatorio carnet de manipulador de alimentos, en caso de tratarse de un establecimiento público. Para los que cocinamos en casa, ya tenemos la legión de, esta vez, tecnólogos de los alimentos y sus recomendaciones igual de absurdas sobre como evitar terminar intoxicados. Entren en las redes sociales, busquen sus perfiles y entenderán a qué me refiero.

Pero ¿saben qué? Pues que a mí me va el riesgo, el peligro o directamente a la marcha. Así que estaba yo barruntando mis cosas y me di cuenta de que hacía mucho, muchísimo, que no pisaba una de estas sucursales del imperio del mal y también de que cerca de donde trabajo hay como mínimo un local de tres de alguna de estas cadenas. Así que de incógnito, pues uno tiene un prestigio -absolutamente inmerecido- que guardar, la semana pasada empleé la hora del almuerzo de tres días consecutivos en comer en cada uno de ellos. Fueron McDonald’s, Kentucky Fried Chicken y Burger King. Lo que pasó a continuación, no les va a sorprender.

En esta vida, la experiencia me ha demostrado que si algo es susceptible de empeorar, sin ninguna duda, empeorará. Y esto es especialmente cierto en aquellas cosas y servicios cuyo punto de partida ya está muy por debajo de lo que se puede considerar aceptable. En restauración, cuando algo es malo de cojones desde el minuto uno, la remontada suele ser imposible y el único resultado que cabe esperar son la debacle y la derrota más incontestables. Futbol es futbol.

Teniendo esto claro, no entiendo cómo me sorprendió tanto la degradación a la que han llegado este tipo de negocios y con la que me encontré, aunque mucho me temo que eso de maximizar los beneficios -desde siempre su única razón de ser- tiene algo que ver. Entendámonos, cualquier restaurante es antes que nada un negocio en el que el margen de explotación marca la diferencia, pero en las cadenas de comida rápida esa es la única cosa que importa.

De entrada, en los tres, constaté que había muchos menos trabajadores. Ya se sabe, la mano de obra humana tiene la mala costumbre de querer cobrar un sueldo -si puede ser digno, mejor- que le permita, día tras día, llegar a la siguiente jornada laboral en las mejores condiciones posibles. Ahora, los pedidos se hacen y se pagan, casi exclusivamente, en unas enormes pantallas táctiles y ya no hay nadie cantando tu comanda por un micrófono, con lo que se evita que se entere todo el mundo de tu desesperación por consumir grasa y azúcar. Es todo mucho más anónimo y clandestino. Hay que seguir sufriendo, eso sí, la insistencia en que añadas ese extra, ese tamaño superior o ese complemento por un poco más de dinero. Y aunque la verdad es que cuesta menos decirle que no a una máquina que a una persona, hay que vigilar porque lo que se supone iba a ser una comida rápida y barata puede acabar saliendo mucho más cara de lo que ya es.

El resultado es que una vez se ha pagado, uno obtiene el ticket correspondiente con un número de pedido y lo que antes era una cola ordenada delante del mostrador, ahora es un grupo de gente desperdigada que echa miradas furtivas a su ticket y a las pantallas que anuncian el estado de la comanda. La cosa te hace sentir, un poco, como si fueras parte de un grupo de adictos en vías de rehabilitación que esperan que anuncien su nombre para recibir su dosis de metadona. Alguien canta tu número, como en un bingo, recoges tu mandanga y te sientas o te vas, según convenga. Excepto en McDonald’s, incluso la bebida te la tienes que servir tú mismo desde unos surtidores.

Por otro lado, los locales me parecieron aún menos acogedores de lo que solían ser. Excepto en el Burger King, mucho menos sitio para sentarse y consumir en el propio local. El fast food también ha descubierto el delivery y el para llevar y se ha entregado a ellos. El trajín de riders y de gente que se lleva la comanda para comerla donde sea es un no parar en los tres sitios. Los que consumimos en los locales somos no solo una minoría, sino que me temo que también una molestia, ya que por muy pulcro que uno sea, algo ensucia y, sobre todo, genera residuos de los que hay que deshacerse. Y esto lo tiene que hacer alguien al que hay que pagar. Las tres cadenas, por cierto, cobran un plus de 10 céntimos por el uso de plásticos de un solo uso. Y eso que han desaparecido las tapas de plástico y las cañitas para los vasos de refresco y todos los productos -porque eso es lo que son- vienen o en cajas de cartón o envueltos en papel. Nadie me ofrece un vaso de cristal, por cierto. Porque alguien debería lavarlo, claro.

Lo que no ha cambiado para nada es ese olor, omnipresente, de la mezcla de aceites que se usa para freír las patatas que, deduzco, reciben los tres negocios del mismo proveedor, pues saben igual en las tres muestras catadas. Según parece, las patatas se fríen en una mezcla de siete -sí, han leído bien- componentes: aceite de canola, aceite de maíz, aceite de soja, aceite de soja hidrogenado con terc-butil-hidroquinona (TBHQ), ácido cítrico, y dimetilpolisiloxano. Unas patatas fritas deberían ser solo patatas, aceite (de oliva o de girasol) y sal. ¿Fácil, no? Pues la de estos sitios llevan patata, aceite de canola o de colza, aceite de soja, aceite de cártamo -que si se calienta a altas temperaturas se altera químicamente-, dextrosa -un tipo de azúcar-, ácido sodio pirofosfato para darles color amarillo, ácido cítrico -un conservante- y dimetilpolisiloxano, un agente antiespumante.

Un día le pregunté a Maria Nicolau cómo se hacían unas buenas patatas fritas y por qué era tan difícil encontrarlas buenas de verdad en la mayoría de restaurantes. Maria explicó cómo hacerlas bien hechas en su libro Cocina o barbarie y la verdad es que la cosa tiene su miga, pero los ingredientes seguían siendo patatas, aceite y sal y no este despliegue de ingredientes de mierda, más cercanos a una guerra química que a la cocina. Al final, lo que sucede es que hacerlas bien implica saber cómo hacerlas bien -mira tú por dónde- y bastante más trabajo del que pueda parecer a simple vista. Trabajo que, de nuevo, tiene que hacer alguien al que hay que pagar. El día de mi visita, en Burger King solo conté tres trabajadores: uno en la cocina (sic), uno entregando los pedidos y otro haciendo un poco de todo.

¿Y la comida? Miren, en general, de la restauración pública -la que sea- me molesta mucho más la falta de honestidad que comer mal. Reconozco que una de las cosas que me impulsó a ver qué se cocía de nuevo en la comida rápida fue este anuncio de McDonald’s. ¿Existía de verdad la posibilidad de que me equivocara y que la cosa no hubiera empeorado, sino que hubiera mejorado?

No, no me equivocaba. El Big Mac que me sirvieron era mucho peor de lo que recordaba. Y cuando digo mucho peor, quiero decir que era algo cercano a lo obscenamente incomestible. Los discos de esa pseudo carne deberían ser objeto de persecución por delito criminal en el tribunal ese de La Haya. Por eso el anuncio de arriba es una auténtica ignominia, y si en este país hubiera leyes que realmente protegieran a los consumidores y alguien verdaderamente preocupado por la salud pública, ese alguien debería obligar a retirar esa publicidad por fraudulenta. Mentir a la gente en su puta cara de esta forma debe ser ilegal, te pongas como te pongas. En Kentucky Fried Chicken la cosa no mejoró significativamente y de hecho no pude terminarme la hamburguesa de pollo que había pedido. ¿Cómo es posible hacer tan mal algo algo tan simple como una hamburguesa o pollo empanado? De las tres, la menos mala fue la de Burger King. Como mínimo, la lechuga, el tomate y la cebolla eran frescos y crujían. Prometen que hacen la carne a la parrilla y no se lo creen ni ellos, aunque sí es verdad que sabe a carne a la parrilla. Imagino que es otro truco de la industria química.

Y vamos con el precio. Como los críticos gastronómicos buenos, adjunto las cuentas para que vean lo que pagué: 9,40 euros en McDonald’s, 11,50 euros en Kentucky Fried Chicken y 11,26 euros en Burger King. Se mire cómo se mire es un robo a mano armada. Vamos que todos conocemos lugares donde por una hamburguesa buena de verdad, unas patatas fritas y una bebida pagas 15 euros. ¿De verdad esos 4 o 5 euros de menos marcan la diferencia entre comer aceptablemente bien a ingerir esta bazofia? No lo puedo entender. Y por cierto, yo, al cabo de dos horas, volvía a tener un hambre canina y los tres días tuve que asaltar la máquina del vending en la que no hay nada bueno.

Cerca de donde trabajo, hay un restaurante cafetería. Menú del día por 14,95 euros que incluye primer plato, segundo plato, bebida y la tradicional disyuntiva entre postre o café. Tienen una fórmula express que consiste en un solo plato, bebida y -de nuevo- postre o café por 9,95 euros. No es ninguna maravilla, pero el otro día me comí un codillo asado que estaba la mar de bien y después no hubo visita a la máquina de las golosinas. Tampoco invertí mucho más tiempo en comer y si lo hice fue porque es mucho más agradable hacerlo allí que en cualquiera de esos tres locales de comida rápida que visité de forma consecutiva.

Tiene que ser posible dar de comer decentemente por 10 euros y aún más por 15. Y en principio solo hace falta que se encargue alguien que cocine. Después lo hará mejor o peor, pero si hay alguien que cocine con todo lo que esto implica -y me vuelvo a remitir al libro de Maria- ya tenemos medio partido ganado.

Así que por favor, cocinen su propia comida -sin importar de lo que se trate- y si no pueden, pónganse en manos de alguien que lo haga por ustedes y que sepa hacer algo más que encender una freidora, sin riesgos para nadie, y descongelar discos de carne. No dejen que otros y mucho menos el sindicato del crimen del fast food, decida por ustedes lo que es comida, lo que es barato, lo que es rápido y lo que es saludable

 

 

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